
Los relojes de la casa dieron las cinco.
Madrugada.
Alerta.
Ni un resquicio de luz acompañó el sonido de la sirena.
El aire se paró en los tejados
haciendo sombra en la cal de los corrales.
Luto en las voces.
Desconcierto.
La madre arrebujada en la toca,
corrió como látigo entre la gente.
Sembrado el sonido en los tímpanos,
brotó el miedo.
Estallaba en los rincones la campana,
los hombres se bebían el llanto.
Maldecían.
Cinco kilómetros alargaban la plata de los olivos
desde la casa a la mina,
el asfalto tiñó de negro la carrera.
Ya casi sin aliento, apretó los dientes y el alma,
voló mas allá de la madrugada,
adelantó a la luz, cerró los ojos.
Llegó a la boca del infierno,
al incierto crujir del abrazo,
al filo hiriente de la espera,
Llegó resquebrajada cual vasija de barro…
Vacía.
El olor a quemado,
la sangre espesa,
el candil apagado.
Araña en el hueco de la esperanza.
Hiere el día.
¡Ay, si le viera salir…!
Tizne en la razón, ceguera.
Hierros retorcidos ponen esperpénticas rejas al pozo número siete.
Muerte.
-Segadas de un tajo las amapolas, los gusanos buscan cobijo en la pena-