
Yo te guardaba mil veces en el cliché de mi cámara de fotos y posaba cansina, para que tú me inmortalizaras la sonrisa. No te gustaba en absoluto esa excentricidad mía de salir en los papeles, no te gustaban mis zapatos de tacón y te fastidiaba que mi sombrero me diera un aire de actriz de Hollywood. Mirabas de reojo mi short tan poco puritano y meneabas la cabeza de cuando en cuando presintiendo unas vacaciones de tortura.
En el fondo pensabas que no era buena idea compartir la aventura de aquel viaje.
Llevábamos el dinero contado, como dos pobres ricos camuflados en el itinerario del mapa.
Diez días bordeando la costa, sin prisa, echando a suertes el turno de cocinar, el lado mas cómodo de la cama, el ser el primero en ocupar los espejos, el último en enfadarse.
Todo esto sin quererse lo más mínimo
Tu coche recién estrenado, amarillo, desentonaba con casi todo.
Mientras tú conducías, yo, relataba paso a paso los accidentes geográficos. Todo eran baches, que habilidad.
Me mandaste callar más de una vez, y más de dos. Mi sentido del humor estaba reñido con tu paciencia.
Te molestaba la radio a todo volumen y a mi me resultaba insufrible el olor de tus pies. En justo fastidio nos soportábamos.
¡Qué poco romántico! Pero había que ser prácticos. Escribí diez mandamientos nuevos que ondearían en el mástil cada vez que acampáramos.
Si, ya, ya sé. Que igual me pasé.
Las risas de los vecinos del camping nos despertaban cada día mientras leían el dichoso decálogo.
Seiscientos kilómetros. La Manga del Mar Menor. A punto estaba de cumplir mi sueño.
Ver la luna que rebosa en las orillas del mar… Cursi –me dijiste-
La luna giró tres esquinas más allá de nuestra tienda de campaña. No vino.
Tú te vengaste.
Aquella madrugada, extrañamente, dormías a mi lado.
Atada al viento de nuestra casa, sujeta de un hilo, voló una luna de papel regalada…
Yo, me lo creí.