
Un día de éstos tendré que cambiar el espejo.
Desde hace un tiempo, cuando me miro, no me reconozco.
El pelo se me ha vuelto blanco y de aquel contorno perfecto, los rasgos exóticos, el perfil de mi sonrisa, no queda nada.
Mi hija dice que son los años (los míos, no los del espejo) y que eso no puede cambiarse.
El caso es que cada vez atino menos con el carmín rojo que se me fuga por las diminutas grietas de mis labios (se me han formado de tanto callar) y los ojos, han pasado del verde gatuno al pardo triste, sin lucecitas. Algo he ganado, si. Ahora puedo mirar de frente sin que ninguna frontera me disuada.
Se me ha quedado pequeño el azogue, reboso por las esquinas (es de mala educación llamarme gorda) pero curiosamente han crecido a la par mi sentido del humor y mi trasero.
Me miro los zapatos, me hicieron creer que mis pasos eran un puro trámite hacia el fracaso, pero no. He jubilado el tacón de aguja, ese que enmarcaba mi contoneo perverso, y me he pasado al bando humilde de las alpargatas de esparto. (Más cuento que Cenicienta) El caso es llegar…
Y hablando de llegar, llego tarde. La maquilladora, la estilista, el responsable de atrezzo. Hoy se ruedan exteriores. Hace frío aquí en las nubes. Las luces se quedan a mitad de camino de la mentira que nos cobija.
Nada es lo que parece. Mi nombre es Amadora y soy la señora de la limpieza.
La vida está trucada.
Definitivamente un día de estos tendré que cambiar el espejo.
¡¡Acción!!