
Enjuta, muda, a ras de su sombra, hilvana olivos a la siesta mientras las chicharras ensordecen al aire.
Va, como cada tarde sin levantar la mirada, tratando de ocultar el agosto vacío bajo su pañuelo negro.
Los niños, crueles, le tiran piedras desde la cerca y ella, de acero, inmutable, no se detiene, no delata, no humilla.
Las veredas duermen, el solano cimbrea las pitas y vuelan bajo los cuervos de paja.
No se quien tiñe el paisaje en tonos sepia desde la puerta a sus adentros, ni quien siembra de umbría los surcos de su piel.
Una tez cenicienta, un rictus de amargura se adivina tras el luto. Roto los espejos, no se conoce.
Los perros dormitan en las aceras oyendo el tañir a muerto según costumbre.
La campana le apaga la voz, y calla la letanía tantas horas ensayada,
creyendo su propia mentira para justificar la borrachera.
Calle arriba se esconde en su prisa hasta llegar a la puerta entornada de la taberna.
Pocas palabras cruzan. En su cesta de pleita lleva una botella envuelta en una tela de saco. Alarga la mano y deposita seis reales sobre el mostrador.
El tabernero rebosa el vidrio con aguardiente barato y le devuelve la bolsa con silente ritual de desprecio.
Es un intercambio de indiferencia absoluta.
Desanda el camino, antes de que vuelvan las beatas de misa, antes de que los jornaleros regresen del campo y antes de que las vecinas hagan corrillo en las puertas y la señalen con el dedo.
Los niños vuelven a apedrearla.
La herida durará para siempre, como la soledad parda de los domingos.