
En mi bolso, desde hace unos días hay un objeto que se hace indispensable.
Desentona con el resto de cachivaches, usuarios perpétuos como el perfume, el carmín, el espejo, la agenda, el tarjetero, las llaves, el móvil, las gafas o el tabaco. Pero salir de casa sin ella es como salir sin bragas.
Cual sierpe hibernando en la caja de herramientas, pasó a ser la princesa despierta por culpa de un decreto.
No, no es para medir el tiempo, ni la cola del autobús, ni la distancia entre dos amantes.
Jueza de pleitos callejeros, se desenrosca descarada para darse a la ley.
Mi cinta métrica es sólo para saber a qué distancia estoy de no delinquir cuando me encuentre en un espacio abierto sin temor a que me agredan los valedores de las buenas costumbres.
Vivo, afortunadamente, creo yo, en un espacio bien dotado de las mejores infraestructuras, todo a dos pasos: hospital, maternidad, colegios, parques, guarderías, estaciones, tanatorio... y todo gracias a mi pequeña aportación de impuestos como ciudadana de bien.
Pues bien, bien, bien ¡que me tienen fichada por suicidarme poco a poco con la nicotina!
Al parecer no vale morirse de placeres efímeros, eso no es rentable para el gobierno.
Estoy pensando en apuntarme a borrachos anónimos que no está penado y aunque drogata, al fin y al cabo, bamboleante por la acera, podre recostarme en la puerta misma de un hospital sin que mi asqueroso vicio contamine, podre transitar los parques sonriendo bobalicona a los peques de los columpios aunque apeste a ginebra.
Sopesar que sale mas caro, si un trinki de aguardiente o una multa por encender un pitillo en la parada del 14. No sé, no sé.
Relío redondita mi cinta métrica, ¡que lío! a cien metros de no se dónde, a cincuenta de no se de quienes, a otros cien de ninguna parte uffffff, que gasto inútil de kilometraje.
Al guardarla, tropiezo con la barra de labios, me pinto de morado la sonrisa, observo mas acentuadas las rayitas que bordean mis labios, el código de barras, que dicen los entendidos. Al final va a resultar verdad eso de que el tabaco envejece.
¡Vieja! No me había dado cuenta, creo que ya soy lo suficientemente vieja como para entrar en un asilo y alli si, alli se puede fumarrrrrrrrr.
Es por mi bien, ya lo se, me dicen los de la liga “anti cosas”.
¡Que bien huelen las flores, que armonía de sonidos sin las tos molesta de los apestados en los cafés, que delicia el tintineo de las cucharillas en las tazas, que blandito y rosado un pulmón sin alquitrán!
Llego a mi casa, cuento los ceniceros y las colillas. Cadena perpétua por lo menos.
Enciendo un cigarrillo. Placentera idiotez mis circulitos de humo.
Sonrio a salvo.
Miro por la ventana... El mundo sin fumadores es igual de jodido.
Me está matando el reúma.
Corramos un estúpido velo.