
(Disculpad si mi relato no encaja exactamente, pero se me vino a la memoria y retrocedí mas de cuarenta años para contaros esta historia real)
Se limpiaba el sudor con un pañuelo de yerba mientras espantaba a los chiquillos que, curiosos, metían las narices en sus pertenencias mientras él, descargaba y montaba los guaytomas.
Viejas y descoloridas cunitas daban vueltas de reclamo hasta que alguien se decidía a comprar un billete.
Cada año llenaba la plaza de colorines y acudíamos a ponernos en fila para ser los primeros en volar más allá de las acacias.
Desde mi ventana podía ver el improvisado hogar que montaba a la espalda de la atracción, una casa con cuatro lonas, cuatro palos dónde colocaba el camastro, bajo éste, una palangana y una caja de cartón con su ropa. Un infiernillo de petróleo y dos peroles para cocinar, una lámpara de carburo para alumbrarse, la manta del perro, la trompeta y un espejo.
La primera noche cenaba de la escasa caridad de los vecinos. Vi como cortaba un trozo de tocino sobre un morrongo de pan y las pocas migajas las relamía el perro, pardo y flaco, atado a mi reja.
Por la mañana, se oía, aún adormilada, la melodía de su trompeta alertando a la calle.
En mi mesa había un tazón de leche calentita, tortas de aceite, algo de fruta, miel y chocolate negro. En su mesa, zurrapa de cebada tostada, sobras de manteca rancia que untaba en las cortezas duras.
Yo tenía de todo menos hambre…
Los niños le llamábamos “Tararí”.
Las vueltas que da la vida. Guaytoma destartalado en la plaza de mi memoria.