domingo, 21 de septiembre de 2008

Chocolate



Chocolate


Sonó el pitido del interfono repetidas veces, tímidos y cortos avisos que la sacaron de su mundo cómodo.
Con desgana cogió el auricular y, como siempre, contestó con un escueto ¿si?
Del otro lado solo estuvo el silencio.
Algo contrariada por la interrupción sin fruto, se dirigió a la cocina, al armario donde se guarda el chocolate (ese sustituto del sexo) y cogió un trozo algo mas pequeño que su aburrimiento.
El chocolate y ella, pareja perfecta para la perfecta tarde interrumpida.
No sabía que sería peor a la larga, si el chocolate o el tabaco.
Placeres, solo placeres efímeros.
Lo que la estaba minando era la rutina, y esa, ni engorda ni te tiñe los pulmones.
Sencillamente crea un agujero por donde se escapan las ilusiones sin dejar rastro.
Sin domicilio donde poner una queja, sin que nadie te indemnice por el deterioro de tus días, sin almacenaje seguro para tus arrugas, tus miedos, tu desgana para la pelea.
Las cortinas amarillas, placebo de luz, separan las ventanas de la vida de fuera.
Cuántos días, sin moverse, baja hasta la calle, se cuela en la vida de los extraños que transitan, les reinventa la vida, les atribuye historias en un intento de pensarlos felices.
Desde hace un tiempo, en la acera de enfrente, un hombre pasea tranquilo, como esperando a alguien. Alguien que no llega nunca. Lleva una camisa azul.
A él no se atreve a urdirle un destino, le mira entrecerrando los ojos, haciendo una cárcel de sus pestañas. Inconscientemente lo atrapa, se lo guarda.
Habla sola, con la música de fondo. Una Edith Piaff patética con chales negros, da vueltas en su viejo tocadiscos impregnado de acento francés la apatía.
Suena de nuevo el pitido del portero electrónico. Una oculta impaciencia la empuja deseando que ocurra algo. Que por una vez no sea el chico que reparte publicidad, ni la vecina del sexto que ha olvidado las llaves, ni el vendedor de aspiradoras.
-¿Si?
De nuevo el silencio. De nuevo más chocolate.
Tanto “sustituto” no puede ser bueno.
De una cajita que hay sobre el tocador, saca un pintalabios reseco. Con el perfume antiguo, roza su nuca, coge el bolso y quiere salir...
Ese gesto se repite día tras día, hasta la puerta misma del ascensor y allí el pretexto la condena al encierro de nuevo.
Mañana. Saldré mañana.
Las estaciones se han ido sucediendo en la acera de enfrente, el hombre de la camisa azul definitivamente está abandonado.
Llaman alguna vez... ella pregunta y nunca nadie responde.
Se amontonan las cajas de chocolate en la despensa y ahora fuma tres cajetillas de tabaco diarias...
A la larga, la rutina, le pasó factura.
Que caro sale el placer solitario.

1 comentario:

ralero dijo...

El placer solitario, no es tal, no es chocolate, no es ni un mal sucedáneo del mismo. Difícil, muy difícil escapar cuando se está encerrado en uno -o una- mismo.

Abrazos.