
No, no, no es necesario, -decía la Mandamás-, no es necesario que tengan que participar todos los niños. Además Hilario, que está en su silla de ruedas, entorpecería la obra, el no entiende, no habla y constantemente grita y se le cae la baba, no será agradable ni lucido que ocupe un lugar en el escenario. Usted elija a los más listos, procure que los niños salgan guapos y que sus padres guarden un buen recuerdo de la fiesta de fin de curso…
Salí de aquel despacho como quien huye de la guarida de una alimaña. Vomité el desprecio sin palabras y no quise llorar. No es papel relevante para una profesora de teatro.
Los ratos de ensayo fueron un regalo. Perdí cuatro kilos y gane los besos más sinceros de aquellos niños que jugaban muy en serio a ser actores.
Hicimos nosotros mismos los decorados y los ropajes que conformarían las cuatro estaciones, la gente del pueblo, un narrador y un Rey.
Veintitres alumnos, todos guapos, todos listos, todos protagonistas ante unos padres orgullosos.
Hilario llevaba una corona de papel de plata, pero su entusiasmo era de oro. Limpió su baba con la manga del traje real y gritó de alegría viendo como le rodeaban sus súbditos.
Fue un éxito.
Afortunadamente, las alimañas no salen en las fotos.