La
concubina
No puedo dormir, se me hacen
eternas las horas sin sol desde que regresé del viaje.
La misma ventana orientada
al sur, el mismo sur del año 1476...
Las mandoras no callan,
ajenas a mi tristeza. Zumban los abejorros entre los mirtos y los pájaros huyen hasta la sombra del Generalife, como entonces.
Yo, escondida aquí dónde los
muros callan las voces. Mi corazón late tan fuerte que su eco espanta a la
tarde.
Boabdil está sentado al
borde de la acequia, tira chinitas alborotando el agua, absorto, serio, sólo. Me
espera.
Yo le observo como si nunca
lo hubiera perdido.
Éramos sólo dos niños que
jugábamos al amor a la luz de las luciérnagas. Cuando las demás concubinas dormían,
limpiaba mi piel con aceites de alhucema y romero borrando el asco de ser la
favorita de su padre.
Nos delató el alba. Le
obligaron a ver mi decapitación. En silencio fue derramando el azul de sus ojos
en todas las fuentes…
La máquina del tiempo me
devolvió a la realidad del siglo XXI.
De nuevo transgredí la
norma, no pude evitarlo. En mi viaje robé aquel perfumero de marfil y plata donde
aún quedan las esencias que enajenaron nuestras noches, único vestigio de mi
paso por su vida y que ahora entre mis manos, es la prueba irrefutable de
lo que fui.
La amante del último rey de
Granada.
Nota: Estas son mis manos mostrando la joya.