(Foto de Leonor Montañes)
Cuando los niños apedrearon el balcón, agradecí la música de los cristales rotos, la bocanada de anochecer que traspasó el umbral, el levante hurgando por los rincones…
Aquí huele a olvido, la tristeza sin visillos traspasa los días, todos los días sin respuestas
soportando las historias de mi historia sin poder corregir los renglones
torcidos.
Es triste ser tan sólo la sombra de la duda, la tela de
araña que divide las estancias del recuerdo, el hilo que zurce la culpa, el
tumulto de los silencios, el crujir de la madera que nadie entiende, la muerte
que anida en la carcasa de un reloj sin horas… Todo eso soy yo, todo cabe al
trasluz de una leyenda.
Mi nombre está escrito en el polvo de los huecos pero nadie
lee entre líneas.
Nunca supo la familia Lazaga que yo habitaba la memoria de
aquellas paredes blancas, que me quedé
formando parte del quejido del invierno, del olor de los jazmines, del eco del aljibe,
atrapada en los barrotes del balcón entre la cal y el tiempo, respirando al
unísono con el miedo de los niños que creen en los fantasmas...
Hoy los jaramagos han echado raíces en las grietas. La casa
se derrumba.
Qué silencio hay en la calle…