El llanto de los árboles
Los árboles
no caminan…
Me retiro de
la ventana y aprieto fuerte los ojos queriendo incrustarlos en el hueco de mis
pensamientos para borrar la imagen.
Los árboles
no, no caminan.
De espaldas
a la noche enciendo el candil, las ramas cimbrean su sombra y al aire chirrían como un látigo.
El llanto de
los árboles me despedaza el sueño. Comienzan a crujir las paredes.
Por todas
las grietas se cuelan las raíces invadiendo la casa, las puertas revientan al
ocre de este otoño macabro, por las veredas baja la sangre calmando la sed de
las criaturas que caminan arrasándolo
todo.
De cuajo
arrancan mi cabeza La boca se me ha llenado de savia.
Los árboles
caminan… y yo camino con ellos.
La boca me sabe amarga, secos los labios y el miedo trepando como gusano por la herida
de mi nombre.
El musgo ha invadido las tapias, las gárgolas se derrumban
al aire sin oponer resistencia, ruina de piedra que se perfila en la sombra de
noviembre.
Los grajos danzan buscando huecos dónde refugiarse, como yo,
de la tormenta. Tiñen de luto los
cipreses, sus graznidos hacen eco en mis sienes, son como el llanto de todos los muertos.
Me han cubierto los pájaros, mis manos no pueden espantar su
saña y me abandono. La sangre brota a cada picotazo, me despedazan.
El dolor me retuerce las entrañas mientras trato de taponar
las cuencas vacías de mis ojos.
Mi grito lo callan las campanas que tañen sin tregua
haciendo de la tarde un rescoldo de tristezas. Nadie me oye.
No para de llover. No para el soliloquio de las campanas. No
para este cauce rojo que me funde con la tierra.
¡Qué muerte tan lenta!
Yo, sólo pasaba por aquí…