El reloj
desorientado marca las siete y el cuco se queda dudando de la brevedad del
tiempo, mientras la eternidad parece bailar para
mi sola.
Desde la ventana
puedo ver la tormenta y sentir los truenos
directamente en la boca del estómago.
El cuarto está en
penumbra, huele a orín y a carbón apagado.
Una gotera cae
arrítmicamente sobre la escupidera de latón.
Otra arritmia más
alarmante me recorre los sueños.
En el camastro del
fondo malvive otra mujer, está de
costado mirando a la pared, quieta, muy quieta. Asoman sus greñas amarillentas
entre el embozo y la almohada.
Se gira, emergen
sus carnes blancas de entre el amasijo de harapos y alarga la mano como una
zarpa, buscándome en el encuadre triangular que proyecta la luz del
candil.
El aire es irrespirable.
La muerte se me sube a la garganta dispersando los latidos como un gong golpeado por la lluvia.
¿Dónde está el Dios
de los desahuciados? ¿dónde?
Mi compañera de
cuarto ha tallado con las uñas en la pared un calendario perpetuo.
Señala que hoy es
el primer día del resto de mi vida.
Me sangra el amor… no tengo
cura.