Por nada me perdería yo la visita a la casa de Abelardo.
Pagar una peseta era ya un crimen y
encima nos hizo jurar que no desvelaríamos a nadie el secreto. Nos guió como a borregos por el zaguán, a
cuatro patas para no ser descubiertos
por su abuela- Al fin y al cabo, el
“secreto” era de su propiedad aunque quien le sacaba rendimiento era aquel el niño que
parecía tonto.
El pasillo interminable, el miedo nos
dejaba desprotegidos.
A mí, que me gusta fijarme en todo, se
me estaba haciendo ameno el trayecto, dos sillas de madera habitadas por
polillas donde descansaban un bastón y un sombrero sin dueño. El tatarabuelo, posiblemente vivo tras la
sepia de esos cuadros de la galería, nos miraba sin inmutarse.
Nuestro recorrido silente no pasaba
desapercibido para los gatos que por estar a su altura, refregaban su lomo por nuestras pellizas
llenándolas de pelos.
Y seguimos en fila de a uno hasta que llegamos por fin
al umbral de la puerta del cuarto oscuro.
Contuvimos la respiración, expectantes
mientras con aspavientos, Abelardo nos hacía señas desde el otro extremo de la
habitación. Ya casi me estaba
arrepintiendo de esa peseta regalada, total, ¿qué tan importante reliquia se
podía esconder entre tanta telaraña?
El Pascual y la Juana miraban sin
pestañear a esa cosa. Yo también miraba y miraba y miraba...
Un bote de cristal amarillento en cuyo
interior flotaba un bicho o algo así, acurrucado, como tapándose los ojos. A
ratos me parecía un muñequillo chico.
Mis compañeros le insistían para que abriese el bote y le dejase escapar. ¡Está muerto, idiotas!
Fue la luz de la linterna que
enfocaba al tarro la que me hizo dar un
salto hacia atrás preso del pánico cuando tropecé con unos pies helados que asomaban
bajo unas sábanas. Sin pensar siquiera
que mi grito podía delatarnos, dije amen, amen, amen, amen... Tal como
me había enseñado mi madre cuando pasaba un entierro por la puerta.
La abuela de Abelardo coleccionaba
cadáveres.