El Nuevo Mundo
A Juan le gustaban los atardeceres en el Guadalquivir cuando
los patos se escondían entre los juncos y él jugaba a modelar con el légamo como si fuera un alfarero.
El olor del barro estaba impregnado en los rincones de su
casa, blanco patio de Triana donde se exponían las más bellas piezas artesanas
para el comercio floreciente que daba de comer a su familia.
Sus carreras descalzo por entre la loza dieron aquella tarde,
sin querer, un giro a su destino.
Cayó
al suelo el jarrón más valioso de cuantas joyas exponía su padre y huyendo de
los latigazos corrió y corrió por las
callejuelas hasta desembocar al muelle.
Las aguas negras del río, el olor a pez de las las barcazas
y el miedo, lo prepararon para el viaje.
De polizón en la bodega hasta el puerto
de Palos en Huelva y de allí casi a rastras levantando apenas cuatro palmos del
suelo pasó a ser vigía en la Carabela La Pinta.
De encontrar tierra en aquella aventura, él sería el primero
en olerla porque tenía cosido en el alma el aroma de las alfarerías trianeras.
En las largas horas de travesía tallaba su nombre en las maderas del barco para
no olvidarse de su origen: “Yo, Juan Rodriguez Bermejo, bautizado aquí como Rodrigo de
Triana, marinero por accidente, contador de estrellas, niño de barro…”
Así, la madrugada del 12 de octubre de 1492, Rodrigo se hizo grande de repente y con voz
de sal gritó:
Tierraaaaaaa, Tierraaaaaaa, Tierraaaaaaa, Tierraaaaaaaaaaaaa