Dolores tenía dos trenzas rubias, unos ojos de miel, un silencio perpetuo, un abrigo rosa de
paño, muchos primos, gatos sueltos, cien olivos, una hermana, un huerto…
Dolores me tenía a mí, pegada al vaho de los cristales,
acurrucada bajo su manta, compartiendo
la lumbre, el pan con chocolate, el jarabe de la tos, las regañinas de
su madre, los lapicitos de colores, las canciones de Lou Reed, los primeros
zapatos de tacón, la seda con que bordábamos las horas, las tardes en las que
el sol jugaba a esconderse en la azotea…
Dolores está a la
sombra de mis mejores y en mis peores momentos, bebimos del mismo vaso la vida,
cumplimos hasta cincuenta y ocho,
hablamos lo justo y soñamos lo que la vida nos deja.
Ya no compartimos las tardes de domingo ni el cigarro a
medias, ahora nos sobran kilos y experiencia, ya no nos llega la risa para
llenar los bolsillos, pero aún podemos espantar con una mueca, la tristeza por
todo lo que perdimos.
Somos huérfanas de muchas cosas, las que nos hemos contado y
las que no, nos separan caminos sin importancia que se borran apenas nos damos
un abrazo en esos días en los que a las dos nos puede la nostalgia y volvemos a ser Dolorina
y Rosa Mari… amigas, hermanas del
alma.