Agosto del 69.
“El vestido sin bolsillos no
me sirve para guardar la luna…”
En un cuadernito iba anotando
frases sin sentido pensando que algún día
me harían falta. Ya ves, así todo en mi vida, guardar para mañana… ¡No
aprenderé!
En el silencio de las siestas,
mientras las chicharras desentonaban alto, yo jugaba al mar en el agua sin sal de mi cubo de
latón, en ese patio donde el sol duele
mientras cae por los tejados y adormila a los abuelos y a los gatos.
Calculando la hora a través
de la enredadera, esperaba a que apareciera calle abajo, el carro del heladero.
Los chiquillos, en
desbandada, lo acompañabamos en su recorrido hasta la plaza.
Allí abría la
cántara de metal revestida de corcho que guardaba el delicioso helado de anís.
Un tesoro que costaba una peseta.
Sólo quedó el efímero placer
pegado a los dedos y la escena para
siempre en mi memoria.
Escribí en mi cuadernito: “La
felicidad se derrite casi sin probarla, como el helado en agosto”