Al otro lado del muro ladran los perros. Un reloj de sol divide la espera en dos mitades: la una, arde en sus sienes en latidos cortos. La otra se apaga en la fuente en gemidos largos.
La sombra áspera del luto hace de la pena una mortaja, hace de la piel un laberinto que ya nadie transita.
Mastica el aire sesenta veces por minuto, no respira, traga ausencias para vomitar soledad por las yemas de los dedos.

La luz -quien lo dijera- dibuja en la pared una cárcel de frío añil.
Pedestal de la espera, corazón piedra y coraza, savia en las venas dónde custodia su nombre, silencio de amante cosido a las entrañas y ésa muerte-melaza de sus manos…
No importa quién liba sus cicatrices ni de quién es el aljibe dónde calma su sed. ¿Qué guadaña segó sus raíces para no pertenecer a más nadie?
Manzanas sin paraíso, invitación al pecado.
Brota una primavera envenenada cada vez que lo recuerda.