jueves, 21 de enero de 2021

Relato con el que participo en el certamen "Mimejormaestro2021"

 

 

 La Maestra


La más joven, esa nueva que acaba de llegar al pueblo, la maestra, apenas una chavalilla es la que tendrán los niños este año en la escuela. Toda una revolución en los corrillos de madres, era la noticia.

Atrás se quedaban los ricitos ridículos de doña Legado y sus labores de petit-point, los dictados de aquel libro soso que se empeñaba en que nos gustara. Se jubilarían también los tinteros de cristal y las plumillas, el ángelus de las doce y las clases particulares en el patio de la casa de enfrente, los castigos cara a la pared y el repaso odioso y tedioso del catecismo mientras marcaba el ritmo con una varita cursi, como si se tratara de una orquesta, las voces desganadas de los chiquillos.

Se acabaría la presión de ser el primero en la fila y como consecuencia, de ser el empollón de la clase con el consiguiente cencerro de piropos ganados a pulso por el resto de “torpes”.

Las niñas podríamos subir un poco el dobladillo del “babi” sin temor por eso de ir al infierno y hasta podríamos negociar el último domingo del mes para ir al baile.

La maestra nueva recorrió las cinco calles saludando a todos y ganándose la simpatía de viejos y jóvenes sin esfuerzo alguno. Así de natural, era graciosa y hablaba por los codos y por sus ojos exageradamente azules… ¿o eran verdes?  (Más tarde supe que, cambiaban de color según su estado de ánimo, tal como me pasa a mí)

Los niños grandes, los alumnos de Don Amaro decían que con una maestra así sería imposible concentrarse en los libros, pero que, si no había más remedio, harían un sacrificio.

Mereció la pena el sacrificio, seguramente, porque nunca estuvieron las clases más llenas y atentas. Un invento revolucionario, enterró la frase de: “los niños con los niños, las niñas con las niñas” pasando a ser “Escuela Unitaria Mixta” o lo que es igual, fuimos ALUMNOS sin mas etiquetas.

Era absurdo separarnos en las horas de clase, cuando al salir de ella, la amistad no entendía de sexos y nos juntábamos todos para jugar a las cuatro esquinas, a los indios, al trompo, a las bolas o a la lima. 

Juntos a la hora de la merienda (pan de morrongo con aceite y azúcar o chocolate negro) en la plazoleta, y juntos, pero atendiendo a diferentes tareas, en la iglesia, monaguillos los niños mientras que las niñas rezábamos el rosario.

Eso de tocar las campanas era cosa de hombres y en ese aprendizaje de “hombres” entraba también el fumar el primer cigarrillo y llevar pantalón largo.

Las niñas llevábamos trenzas los días de colegio, y los domingos nos soltábamos el pelo y nos poníamos la ropa nueva. Por seguir la tradición, supongo, paseábamos por la calle nueva llenando las aceras, con el consiguiente fastidio para las hermanas mayores que ya pensaban en buscar novio y les estorbábamos. Nosotros aún no jugábamos a eso.

 

La maestra nueva se llamaba Rafaela Palma y tenía una sonrisa que la ocupaba toda, que la transformaba… No recuerdo si a su llegada hubo cohetes, o banda de música, pero la recibimos con el corazón abierto, que aunque no se nota, es igual de importante.

Cómo empezaron a cambiar las cosas desde aquel día, desde la percepción de un niño y su mundo de colores, la maestra era un arco iris perfecto.

En la fila para entrar en clase, se iban notando los cambios, no se si porque también nos hacíamos mayores, o nos queríamos hacer mayores de golpe para parecernos a ella.

Los niños se repeinaban y acudían temprano solo para verla a través de la ventana, a ofrecerse como voluntarios para borrar la pizarra, vaciar las papeleras o hacer algún recado.

Las niñas podíamos llevar flores en el pelo sin que desentonaran ni estorbaran para el aprendizaje de las matemáticas. Nunca más se nos castigó cara a la pared ni se nos hacía recitar de memoria las hazañas de Viriato.

En la pared, sobre la mesa de la profesora y junto al crucifijo y la foto de Franco, se colgó también la “palmeta” ese elemento de tortura que nos alejaba con dolor del amor por las letras.

Era otra clase de amor el que nos ocupaba sin perder jamás el respeto y aceptando normalmente que la “seño” también sabia enfadarse y mucho.

Por no salirse de la norma en todas las cosas, no suprimió ni una materia. Lástima.

Pero la diferencia entre imponer y enseñar, se iba notando día a día.

Si que añadió la asignatura mas bonita de todas, la que no estaba escrita en los libros, aquella por la que recibió alguna crítica que otra de los partidarios de “la letra con sangre entra”.

Nos enseñó a convivir en armonía haciendo de la alegría la mejor escuela. Nos contagió su amor por el teatro creando un grupo entusiasta de aprendices de actores.

Se acabó el punto de cruz para bordar experiencias con la naturaleza en aquellas inolvidables excursiones, -aun me suenan las canciones disparatadas que coreábamos mientras nos adentrábamos por veredas imposibles hasta el Molino de Honorio-

Sin olvidar las tardes de lluvia que nos daba la clase en ruta, bajo el agua con los impermeables, el paraguas y las botas de goma camino del rio, porque no hay mejor ejemplo que aquel que se puede observar y comprobar, y allí nos tenía bajo la tormenta aprendiendo la lección mas espectacular de ciencias que se haya visto.

Con ella fuimos solidarios apadrinando niños de África, es curioso, no se como lo hizo sin que se notara, pero durante mucho tiempo, mantuvimos correspondencia con aquellos niños y niñas a los que habíamos bautizado con una pequeña aportación económica, justo lo equivalente a la paga del domingo. Ahora sé que la respuesta a todas aquellas cartas eran fruto de su trabajo, que ella las contestaba para acrecentarnos la ilusión y para que nos sintiésemos útiles.

Cincuenta años después, entre papelotes amarillentos, he encontrado una fotografía de mi ahijada.

Otra foto de una de las representaciones de teatro, al mirarla, si cierro los ojos puedo escuchar el corillo entonando: “doctor Matías, lere, lelele lerén, no meta usté tanta paja….”

Mis compañeras, mis amigas del pueblo, la mayoría abuelas ya, es seguro que mantienen intactos en su memoria todos los estribillos, las batas de médicos que eran el vestuario de la obra, los serruchos, martillos y cuerdas que, a modo de instrumental, llevábamos y mi vestidito de tul guardado en un baúl del soberao…

Cosas de viejos, esto de la nostalgia.

Quizás utilizando la nostalgia y los recursos que me enseñó mi maestra Rafaela Palma, mi pasión por las letras, mi empeño en expresar los sentimientos en los papeles blancos, quizás porque suena  rancia la palabra “homenaje” y quizás porque tengo la suerte de que  a través del tiempo no la he perdido (aunque cambiando el sustantivo “maestra” por el de “amiga” mi amiga Rafi), me atrevo,  -a riesgo de que me corrija- a darle las gracias por aceptar aquel destino, pueblo pequeño del sur, en su primer año de magisterio y sembrar tantas ilusiones en el campo arado de sus alumnos.