La más joven, esa nueva que acaba de llegar al pueblo, la maestra, apenas una chavalilla es la que tendrán los niños este año en la escuela. Toda una revolución en los corrillos de madres, era la noticia.
Atrás se quedaban los ricitos ridículos
de doña Legado y sus labores de petit-point, los dictados de aquel libro soso
que se empeñaba en que nos gustara. Se jubilarían también los tinteros de
cristal y las plumillas, el ángelus de las doce y las clases particulares en el
patio de la casa de enfrente, los castigos cara a la pared y el repaso odioso y
tedioso del catecismo mientras marcaba el ritmo con una varita cursi, como si
se tratara de una orquesta, las voces desganadas de los chiquillos.
Se acabaría la presión de ser el primero
en la fila y como consecuencia, de ser el empollón de la clase con el
consiguiente cencerro de piropos ganados a pulso por el resto de “torpes”.
Las niñas podríamos subir un poco el
dobladillo del “babi” sin temor por eso de ir al infierno y hasta podríamos
negociar el último domingo del mes para ir al baile.
La maestra nueva recorrió las cinco
calles saludando a todos y ganándose la simpatía de viejos y jóvenes sin
esfuerzo alguno. Así de natural, era graciosa y hablaba por los codos y por sus
ojos exageradamente azules… ¿o eran verdes?
(Más tarde supe que, cambiaban de color según su estado de ánimo, tal
como me pasa a mí)
Los niños grandes, los alumnos de Don Amaro
decían que con una maestra así sería imposible concentrarse en los libros, pero
que, si no había más remedio, harían un sacrificio.
Mereció la pena el sacrificio,
seguramente, porque nunca estuvieron las clases más llenas y atentas. Un
invento revolucionario, enterró la frase de: “los niños con los niños, las
niñas con las niñas” pasando a ser “Escuela Unitaria Mixta” o lo que es igual,
fuimos ALUMNOS sin mas etiquetas.
Era absurdo separarnos en las horas de
clase, cuando al salir de ella, la amistad no entendía de sexos y nos
juntábamos todos para jugar a las cuatro esquinas, a los indios, al trompo, a
las bolas o a la lima.
Juntos a la hora de la merienda (pan de
morrongo con aceite y azúcar o chocolate negro) en la plazoleta, y juntos, pero
atendiendo a diferentes tareas, en la iglesia, monaguillos los niños mientras
que las niñas rezábamos el rosario.
Eso de tocar las campanas era cosa de
hombres y en ese aprendizaje de “hombres” entraba también el fumar el primer
cigarrillo y llevar pantalón largo.
Las niñas llevábamos trenzas los días de
colegio, y los domingos nos soltábamos el pelo y nos poníamos la ropa nueva.
Por seguir la tradición, supongo, paseábamos por la calle nueva llenando las
aceras, con el consiguiente fastidio para las hermanas mayores que ya pensaban
en buscar novio y les estorbábamos. Nosotros aún no jugábamos a eso.
La maestra nueva se llamaba Rafaela Palma
y tenía una sonrisa que la ocupaba toda, que la transformaba… No recuerdo si a
su llegada hubo cohetes, o banda de música, pero la recibimos con el corazón
abierto, que aunque no se nota, es igual de importante.
Cómo empezaron a cambiar las cosas desde
aquel día, desde la percepción de un niño y su mundo de colores, la maestra era
un arco iris perfecto.
En la fila para entrar en clase, se iban
notando los cambios, no se si porque también nos hacíamos mayores, o nos
queríamos hacer mayores de golpe para parecernos a ella.
Los niños se repeinaban y acudían
temprano solo para verla a través de la ventana, a ofrecerse como voluntarios para
borrar la pizarra, vaciar las papeleras o hacer algún recado.
Las niñas podíamos llevar flores en el
pelo sin que desentonaran ni estorbaran para el aprendizaje de las matemáticas.
Nunca más se nos castigó cara a la pared ni se nos hacía recitar de memoria las
hazañas de Viriato.
En la pared, sobre la mesa de la
profesora y junto al crucifijo y la foto de Franco, se colgó también la
“palmeta” ese elemento de tortura que nos alejaba con dolor del amor por las
letras.
Era otra clase de amor el que nos
ocupaba sin perder jamás el respeto y aceptando normalmente que la “seño”
también sabia enfadarse y mucho.
Por no salirse de la norma en todas las
cosas, no suprimió ni una materia. Lástima.
Pero la diferencia entre imponer y
enseñar, se iba notando día a día.
Si que añadió la asignatura mas bonita
de todas, la que no estaba escrita en los libros, aquella por la que recibió
alguna crítica que otra de los partidarios de “la letra con sangre entra”.
Nos enseñó a convivir en armonía
haciendo de la alegría la mejor escuela. Nos contagió su amor por el teatro
creando un grupo entusiasta de aprendices de actores.
Se acabó el punto de cruz para bordar
experiencias con la naturaleza en aquellas inolvidables excursiones, -aun me
suenan las canciones disparatadas que coreábamos mientras nos adentrábamos por
veredas imposibles hasta el Molino de Honorio-
Sin olvidar las tardes de lluvia que nos
daba la clase en ruta, bajo el agua con los impermeables, el paraguas y las
botas de goma camino del rio, porque no hay mejor ejemplo que aquel que se
puede observar y comprobar, y allí nos tenía bajo la tormenta aprendiendo la
lección mas espectacular de ciencias que se haya visto.
Con ella fuimos solidarios apadrinando
niños de África, es curioso, no se como lo hizo sin que se notara, pero durante
mucho tiempo, mantuvimos correspondencia con aquellos niños y niñas a los que
habíamos bautizado con una pequeña aportación económica, justo lo equivalente a
la paga del domingo. Ahora sé que la respuesta a todas aquellas cartas eran
fruto de su trabajo, que ella las contestaba para acrecentarnos la ilusión y para
que nos sintiésemos útiles.
Cincuenta años después, entre papelotes
amarillentos, he encontrado una fotografía de mi ahijada.
Otra foto de una de las representaciones
de teatro, al mirarla, si cierro los ojos puedo escuchar el corillo entonando:
“doctor Matías, lere, lelele lerén, no meta usté tanta paja….”
Mis compañeras, mis amigas del pueblo,
la mayoría abuelas ya, es seguro que mantienen intactos en su memoria todos los
estribillos, las batas de médicos que eran el vestuario de la obra, los
serruchos, martillos y cuerdas que, a modo de instrumental, llevábamos y mi
vestidito de tul guardado en un baúl del soberao…
Cosas de viejos, esto de la nostalgia.
Quizás utilizando la nostalgia y los
recursos que me enseñó mi maestra Rafaela Palma, mi pasión por las letras, mi
empeño en expresar los sentimientos en los papeles blancos, quizás porque
suena rancia la palabra “homenaje” y
quizás porque tengo la suerte de que a
través del tiempo no la he perdido (aunque cambiando el sustantivo “maestra”
por el de “amiga” mi amiga Rafi), me atrevo,
-a riesgo de que me corrija- a darle las gracias por aceptar aquel
destino, pueblo pequeño del sur, en su primer año de magisterio y sembrar
tantas ilusiones en el campo arado de sus alumnos.