
Casi me descubren antes de que esconda en el armario la ropa de trabajo, me dé una ducha y me ponga el pijama como si justo a esa hora me hubiese despertado yo también.
Mis hijos no deben enterarse que desde las cinco de la mañana estoy dando vueltas por las calles buscando las zonas más “ricas” en desperdicios de aquellos que les sobra y tiran la comida.
Los contenedores cerca de los supermercados son mi despensa habitual para que el desayuno sea lo mas normal posible dentro de nuestra anormal situación de desamparo.
Hoy ha habido suerte, los yogures no están caducados, tres naranjas, leche y pan, que, aunque algo duro, se aprovecha haciendo sopas con azúcar, canela y una corteza de limón. Yo me invento recetas asegurando que eran de mi abuela y todos felices aplauden mi improvisado menú.
Cuando los niños se van a la escuela, dejo de fingir y trazo el mapa de recorrido hasta el almuerzo.
No importa las horas de estiércol oculta bajo unas gafas negras rebuscando entre las miserias…
No, no mire para otro lado ni me diga eso de: “me pongo en tus zapatos…” Porque gracias a usted voy descalza, señor presidente.
