Don Manuel nos ha
citado a las ocho de la mañana, hoy 23 de diciembre de 1943, tan temprano…
Así se asegura la parroquia de que la novia pasará
inadvertida, castigo por la deshonra de
ir preñada.
El reloj de la torre da las seis. Casi no he dormido.
Aparejo la mula y
guardo en el cerón la comida que nos servirá de agasajo en el día de la
boda.
Los papeles del juzgado dónde rezamos ya como una familia, van custodiados en el bolsillo de la
chaqueta de los domingos.
Las botas con buen lustre, la bufanda atando el miedo al cuello y
la responsabilidad aplastándome el estómago.
Templo los nervios con una copa de
aguardiente.
Ha helado esta noche, la escarcha baja por los tejados y en
las calles huele a canela y clavo porque en las casas de los ricos se hacen
dulces para la Nochebuena.
Me acompaña mi hermana como testigo, suenan sus tacones en
el silencio empedrado del pueblo, me cruzo con los jornaleros que van camino de
la barca y les saludo sin hablar, sumido en mis cavilaciones.
Ella está sola a la puerta de la iglesia, sola, sin
azahares, esperando mi refugio y la
bendición para que no la señalen más con
el dedo.
Los olivos van dejando atrás las últimas casas, se van
apagando las luces y encendiendo el campo.
Comienza nuestro viaje de novios.
El frío diciembre se nos cuela hasta los huesos, las veredas
salpicadas de tomillo y romero, tienen blancos encajes que dejó la helada.
Somos ricos guardándonos el amanecer en las pupilas, cerrojo
que evita que salgan las lágrimas por lo que dejamos atrás.
A las doce, el sol arriba y los cisqueros se limpian el
sudor con sus pañuelos de yerba, arrancan la jara y las encinas para hacer
candelas que más tarde se convertirán en carbón para los braseros.
Sin prisa, una vez pasado el cruce del encerrado, caminamos
para estirar las piernas, a lo lejos se oyen los berridos de los toros de lidia
disfrutando de su libertad hasta la primavera.
Son negros zaínos. Las vacas
cruzan el arroyo, sus cencerros ponen música a nuestro mutismo.
Saco del cerón una bota de vino y le ofrezco brindar por el acontecimiento de
querernos.
Las cuatro de la tarde
en mi reloj de bolsillo, los aceituneros van recogiendo los aperos.
Venimos del valle del Guadalquivir y subimos hasta la Sierra
Norte antes que se haga de noche.
Las diez. En la cocina de la fonda se guardan las sobras de
la cena y se apaga el candil.
Aunque no tengamos sábanas de seda, hilvanaremos los sueños en
ésta primera noche del resto de nuestras vidas.