Ahora desde esta esquina del patio, con tus patas
ancladas a la tierra, tu mirada fija al poniente y a la enredadera, tu pelaje
de cemento que no alborota la brisa… ahora, cuando lleguen los niños, porque es
hora de visita, a esta casa donde vivió Juan Ramón, se llenaran de colores los
arriates, de risas, de preguntas, porque los niños, Platero, no saben la
diferencia entre la realidad y la fantasía y querrán acariciar al burrito
pequeño y peludo, como de algodón y buscarán por el suelo los azabaches de tus ojos
sin encontrarlos y preguntarán al maestro el porqué de tu quietud, de tu
frialdad de estatua.
Ahora que pueden leerse los versos del poeta escritos en
la cal de las paredes, en los renglones amarillos de sus primeras notas, antes
de que trotases por su mente y te diera vida con el barro dúctil de su palabra,
antes de que tuvieras nombre, Platero, ya te añoraban las calles, los campos,
el cielo de Moguer.
Ahora que atesoro el instante de tenerte solo para mí, me dejas recostar a la sombra
de tu panza y describo en mi cuaderno
como pasó la vida por los cimientos y tú sigues estando vivo aún en la piedra.
Recorro las estancias
antes de que la luz, como pintada a zarpazos, deje en los tejados versos violeta. Huele a mastranto que crece junto a la pileta del agua donde
gotea la verde alegría de tu presencia.
La algarabía de las chicharras escondidas en los olivos,
el eco del arroyo y las esquilas de los rebaños se saben ocupas de tus alforjas,
Platero.
Y detrás de la cancela que da a la calle, se abre el
campo con sus páginas escritas de ti con la tinta indeleble de la ternura.
Desde el patio de la casa natal de Juan Ramón Jimenez en Moguer
Platero y yo.