Es inútil. Tengo la garganta desgarrada, golpeé con los
puños para hacer ruido hasta que me sangraron las manos.
Nadie me oyó desde el
otro lado de la tapia. Los de aquí, tampoco.
Una hilera de hormigas transita por mi espalda camino del
nicho de las flores de plástico, yo soy el hilo conductor de sus pasos, sin quererlo.
No puedo moverme. Mi pie derecho se gangrena a cada
segundo, ya no me duele, es como si el
apéndice fuera de otro.
El sol ha recorrido de este a oeste las tumbas y se ha
perdido en el último panteón, ese que tiene un epitafio en verso. El musgo pone llanto verde a las estrofas que
los niños coreaban ayer.
Hoy el
silencio corta la respiración.
Quien lo hubiera pensado cuando me uní a un grupo de colegiales para visitar la tumba de Antonio Machado en
este cementerio de Cotlliure. Los chiquillos con su algarabía ponían música a la muerte.
Debió ser por eso que nadie atendió a mi grito cuando aquel cepo
escondido entre los cipreses astilló mis
huesos y desgarró mi carne.
Me desmayé
de dolor y al despertar, mi sangre a borbotones se había coagulado junto a las rosas, en tierra de
nadie.
Grité, grité, grité aterrada,
pero ya era tarde, se habían ido todos. El
cementerio estaba cerrado.
Me estoy muriendo sola… y ni siquiera sé, cómo se llora en
francés.