(Mi relato de hoy es tres veces más largo de lo que nos está permitido según las normas de Tésalo...pero todos sabeis de mi brevedad siempre...así que por esta vez me perdonais, ¿no?
Me hace ilusión deciros que éste fue el primer relato que me premiaron en mi vida, en Sevilla, en El Consorcio de Transportes en el año 2008 y el premio fue una bicicleta.)
Raíces secas
Desde
la ventana el paisaje desolador de lo
conocido, la luz hiriente del medio día del sur y la desgana para hacerse
preguntas.
La
estación un crisol, un tamiz por donde se cuelan las razas, los acentos, los
comienzos y los adioses.
-Sevilla,
18 de junio-
Es
todo lo que necesita leer para encontrarse.
Arruga el billete, y lo asila en el bolsillo. El destino es esa
incógnita que se quedó en el trozo arrancado por el revisor, un trofeo que
estorba en las estanterías de mañana. Da igual.
Raíces
secas desde sus pies alertan de una muerte
inminente. Por eso esconde los
zapatos bajo el asiento, esconde la sonrisa, esconde el grito en el minutero
del reloj.
Huye.
Ajusta
el respaldo, tamiza el sol con la cortina de rayas (una improvisada cárcel)
dirige el chorro del aire acondicionado que como un estilete va abriendo el
sudor de la frente hasta helar sus pensamientos.
Cierra
los ojos y comienza una cuenta atrás
para arrancarse de un terreno baldío.
Ser
un eral no puede ser peor que esto –se dijo-
Coloca
el equipaje con sumo cuidado. Una caja
de cartón envuelta en papel gris, donde
el lacre rojo es como una herida que atraviesa el certificado de mercancía no peligrosa.
Todos
los asientos son de “no fumadores”, pero en ninguno se prohíbe a los desheredados de la felicidad.
La
soledad no contamina.
Todo
está en orden, ella entra dentro del cómputo de usuarios anónimos.
Se
entretiene revolviendo el bolso ignorando al resto de pasajeros con sus
historias escritas en los dedos, esas que
van dejando en el vaho de los cristales
preguntas sin respuestas.
Una
factura olvidada en el compartimento plastificado del monedero, es lo único que
la condena a esta latitud, una moneda de la suerte, una reliquia de “San Seacabó”,
una tarjeta de visita de ese enemigo reciente,
y una cita caducada para la
echadora de cartas.
Todo
inútil.
El
espejo del bolso es el chivato de sus ojeras, condecoraciones de noches enteras
sin dormir. Se retoca la pintura y el escote, (ese precipicio donde ha caído el compañero de asiento) Ojea un periódico atrasado buscando las
ofertas de trabajo, haciéndose la
interesante, marcando sólo los anuncios que solicitan licenciaturas.
Ella
es licenciada en cacerolas. Tiene un master de infortunios varios, sin cartas
de recomendación.
El
autobús atraviesa calles sin estrenar. Los viajeros que llegan, traen raíces,
pero no como las suyas.
Ellos portan su destino en un sitio visible, que
los bolsillos son para otros menesteres. Allí guardan las ilusiones de futuro,
la magia del encuentro, la prisa del destino….
Que
rica es, la pobre, desde el instante en
que sacó un billete solo de ida a ninguna parte.
Fin
de trayecto.
El
viajero del asiento de al lado, exiliado
sin remedio del acantilado de su canalillo, le pregunta: ¿Señora es éste
todo su equipaje? Refiriéndose a la caja
de cartón lacrada.
Si,-contesta-
pero no lo quiero.
Veinte
años de amor, pesan demasiado.
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