Su
hija está a punto de volver de la escuela,
pronto llegará él. De una patada
abrirá la puerta, le silba como a
una perra, y ella va.
Ya
debería estar acostumbrada, pero aún tiembla. Agacha la cabeza como si sobre su
cuello llevara un yugo y calla.
Su
olor a aguardiente se mezcla con el de su miedo, no puede evitarlo.
Dueño
del grito y del desprecio, su voz es el
látigo que señala los días.
A
fuerza de tanto tragar silencio, su garganta es un túnel hacia la pena que
desemboca en el vientre.
Laberinto
que ocupó el amor durante nueve lunas y que después, seco, fue
tumba.
Astillada
como leño de encina tiene la espalda, ya no sirve para nada.
Va
cambiando de color conforme los golpes se borran y su sonrisa ondea engañando a
todos los vientos.
Cuando
amanece un nuevo día, se pregunta si siempre fue así, y no se acuerda, lo malo
es que no se acuerda si alguna vez fué feliz, como si una eternidad le borrara
el calendario.
Desde
las ventanas ve pasar la vida de los otros y los otros nunca traspasan los
muros de su fortaleza.
Como
una reina, ya se cuida de que sepan que la tiene como a una reina.
La
reina se arrodilla para mantener reluciente su tablero de ajedrez y poco
importa si la pisotean los caballos. No sabe jugar.
Dos
besos de su niña, aire del que respira para sentirse viva, mientras sus
lapicitos de colores le dibujan un cielo que ella ya no reconoce, ni el verde de los olivos, ni el valle donde el Guadalimar se entrega a la tierra, ni las fiestas del
toro, ni las casas de piedra…
Papá
llega, -dice la niña tapándose los oídos- Comienza el juego del escondite y por no alertar su inocencia, la oculta
contando del uno al infinito para que nunca se encuentre cara a cara con la realidad.
…Ya
no es tiempo de nanas. Vuelan bajo los buitres a despedazar los sueños, pero
ella ya se ha diluido en el agua, brota
como lágrima dulce en la piedra, a
contracorriente.
Libre.