Jacinto la espera sentado en
un rincón de la sala, las gafas a mitad de la nariz, sobre la mesa un lápiz y
una goma de borrar, papel blanco donde caligrafíar sentimientos y un sobre cuyo
destinatario se sabe de memoria.
Como cada jueves desde hace
ya veinte años, Amalia llama a la puerta con la misma cantinela: ¿da usted su
permiso? Y Jacinto abre el portón que también
desde hace veinte años, chirría.
La hace pasar y agradece,
como siempre, la generosidad de unos
dulces.
Frente a dos tazones de café
negro, se cuentan los achaques retrasando inconscientemente la tarea que los
reúne.
Se reconocen en cada surco
de la vejez, cada silencio, cada arruga del tiempo compartido, cada queja, cada
soledad.
Jacinto escribe
mecánicamente la fecha y el encabezamiento de una carta, bajo la atenta mirada
de Amalia.
“Querido Benito, dos puntos,
-lee- Y ahora, dime, Amalia, ¿qué más?
Y yo que sé Jacinto, yo no
sé decir las cosas bonitas, tu cuéntale cómo despuntan las flores de los granados y
que la vaca se está quedando seca, que el
vendaval se ha llevado las cercas del molino y que si no llueve por San Blas se
perderá la cosecha de garbanzos.
Dile que se me ha muerto “la
Grilla” esa perrita que abandonaron en la vereda y que se crió junto a la niña Manuela.
A Manuela la pretende un
muchacho de buena familia y esperan tu regreso para apalabrar matrimonio.
Dile también…
¡Ay quien supiera escribir! ¡Quien juntara tan bien como tú el abecedario!
Dile…que ya es tiempo de volver, que vuelva, que vuelva, Jacinto.
Jacinto emborrona un beso y concluye: sin más que decirte, se despide, esta que lo es…”
-El próximo jueves, serán una
semana más viejos-