Miré al reloj de la torre, el tiempo se había detenido, como
si la prisa se hubiese escondido detrás de los números romanos, la esfera se había cuarteado
dando una imagen de vejez casi humana, con los minutos y segundos llenos de arrugas.
El sol pesaba sobre la uralita, sediento, a 45 grados a la
sombra.
Así eran las siestas de mi niñez. Toda la casa descansaba
menos los animales y yo.
Las gallinas haciendo malabares en el palo soportaban la
calima con sus picos abiertos. Un aleteo del gallo ponía en alerta al corral
cuando yo abría la cancela y me adentraba en sus dominios.
Llevaba en las manos a modo de señuelo, el afrecho y el
trigo que se guardaba en el granero. Primero les llenaba el buche, luego, al
descuido, las cogía bajo el brazo y les iba arrancando las plumas más vistosas.
El gallo, más de una vez se me enganchó al pelo clavando sus
espolones y resistiéndose a ser despojado de sus atributos más llamativos para
encandilar a las ponedoras.
La batalla se saldaba con unos cuantos picotazos y diez o doce plumas a mi favor, que servirían
para confeccionar mi gran cabellera de jefe indio.
Las cinco. La siesta no se acababa aún.
Los gatos apurando el fresco en el empedrado del patio,
dormitaban ajenos al revuelo del gallinero.
Me aburría y entonces recurría a la peluquería. Primero el
flequillo, ras, ras, ras, la frente despejada del todo y después, aprovechando el duemevela de los
gatos, recortaba sus bigotes al milímetro. ¡Que tontos, ni se inmutaban!
Sólo que al despertar, iban dando tumbos desorientados
tropezando con todos los cachivaches de la casa.
¡Que contentos deberían estar mis padres de que no les
molestara en su descanso!
¿O no?
¿O no?