Lo que daría, por refugiarme
entre los pliegues de tu delantal, madre,
a salvo de los años que me queden por vivir,
al calor de tus consejos,
a la sombra del vichy cuadriculado.
Sacar de la magia de tus bolsillos,
el pan para mi hambre,
el pañuelo de yerba para mis lágrimas,
el hilo con que zurcir los sueños rotos.
Atarme con las cintas los pensamientos,
dos vueltas al regazo, un abrazo al cuello,
y dentro tú y tus silencios,
como un templo.
Tu delantal, madre, que huele a alucema,
a noches de desvelo avivando el fuego
de todos los inviernos que nos crecen en las entrañas
conforme vamos haciéndonos viejos.
Porque no pude, madre, guardarme tu risa,
entre la piel y la noche,
ni aprenderme de memoria los cuentos
que escribían tus ojos en los míos,
porque no supe, madre, parar el temblor de tus manos,
en el adiós irremediable de los relojes.
Desmenuzo las horas desde que no te tengo,
llenando de migajas el delantal de tu ausencia,
alimentando el vacío con la prisa
de no llegar a ninguna parte.
Mamá María