El
abrazo del árbol
Parece que fue ayer cuando mi padre lo arrancó de raíz.
Desnuda la pared, la savia chorreaba como si fuera un llanto inundando el patio.
Desde aquel día, enajenado, sembraba árboles en cada grieta añorando el pulmón que nos abastecía de aire,
añorando el verde gemelo a los ojos de mi madre.
Vuelvo después de 56 años. He heredado la casa y las
estancias vacías se ofrecen como refugio a mi vejez.
Recorro las huellas en el
polvo que han ido dejando las preguntas
y se funden con otras huellas que llevo tatuadas en la piel desde que era niño;
las caricias de mi madre.
Extraño color el del abandono, extraño silencio me arrincona cuando
veo que las ramas del viejo árbol se han levantado esperpénticas para invadirme.
Respiramos al unísono. Sé que a medida que me abraza se me
agota la vida. Vuelvo a su savia, a ser parte de su sangre y me parirá un día
de éstos mientras la nana del ayer me cuenta cosas…
Ya no tengo miedo.
El tiempo es el mejor abono para las semillas del perdón.
Mi padre nunca fue un buen jardinero.