viernes, 15 de enero de 2010

La Costilla de Adán





Rebuscábamos entre los escombros de la habitación del fondo de la casa sin saber exactamente que encontraríamos. La bisabuela nos había alertado muchas veces acerca de un tesoro escondido en aquel caserón, pero era tan anciana, que en su mente, cualquier cuento pasaba a ser una realidad palpable.
Algún tesoro de ladrillos y adobe, quizá una piedra de dudosa magia que, puesta al sol, desplegaría poderes extraordinarios, un gato verde, una estrella caída, ¡quien sabe!
Y los chiquillos trasteábamos cada uno de los cuartos medio derruidos por las reformas en la casa, casi seguros de tropezarnos con algo extraordinario.
Una mezcla negruzca se adueñaba de los zapatos delatores, cómplices novatos de la aventura.
Nada.
No más tesoros que una reprimenda por revolverlo todo y trasladar de los escombros a la ropa, una gama importante de tonos “tierra”.
Unos días después tiraron el muro que separaba dos estancias sin luz y en una de las columnas quedó al descubierto una especie de alacena.
Nadie le dio la menor importancia. Un trozo de papel de color indefinido fue arrastrado con el resto de los escombros.
Esta vez no llamé a los otros. Me guardé el tesoro para mí solito.
Y en la noche, con la luz de la linterna bajo la manta, vería con desencanto lo que se guardaba en los dobleces gastados del papel.
¡Tamaña tontería! –pensé- mientras tocaba lo que parecían semillas. Exactamente, once, y una frase escrita con tinta azul (como en las películas) que decía: “Seis pares de costillas” también una tontería, -me dije-.
Y me quedé dormido con las manos y las ilusiones vacías.
Pasó el tiempo... no sé si cambiaron más los muros, o yo.
Se fueron amontonando los años en rincones de escombros difíciles de tirar. Del niño que buscaba tesoros solo quedaba la sonrisa, y de la casa, intacto el patio.
Mirándolo, recordé las semillas y cómo las enterré en el estiércol, cómo regué y protegí los primeros brotes y cómo se extendió silente por la pared, hasta mi cuarto.
Mi madre me dijo el nombre de la planta que ahora trepaba cubriendo la cal con un verde hiriente.
“La costilla de Adán”, era la dueña y vivía desafiante al abandono.
Ahora seríamos dos.
Dejo las maletas en el territorio dónde el polvo y las telarañas se habían exiliado. Me miro en los espejos oscuros del corredor que multiplican la distancia hacia mi habitación. Allí aún huele a sueños de chiquillo.
Muchas emociones, tantas, como años de ausencia.
No puedo dormir.
Quizás me falta el aire.
Desde la ventana, ahora que es de noche, veo cómo se alza fantasmagórica con sus enormes hojas caladas y esas raíces grisáceas enroscándose como serpientes al pretil.
Siento que desde cada agujero me observan, me sentencian robándome el oxigeno.
Empiezo a comprender el misterio entre lo escrito en el papel amarillento del tesoro y el nombre de la planta. Pero algo no acababa de encajar.
Once semillas...
Cada vez tengo mas dificultad al respirar.
La ventana entreabierta me muestra un muro compacto de exuberante y mortal naturaleza.
Tengo miedo.
Cada vez menos aire.
Cada vez más raíces inundando el cuarto.
Apretando.
Más. Más. Más.
Ahogando.
Esta angustia me trastorna. Siento como un pulmón verde me engulle, y en la lucidez inmediata que precede a la muerte, repito:
-Seis pares de costillas-
-Once semillas-
-La costilla de Adán-
Ahora entiendo… Yo tengo la costilla que le falta.
¡Voy a morir!

7 comentarios:

ralero dijo...

Es precisamente ese día que dejamos de buscar tesoros cuando comienza nuestra larga agonía, cuando empezamos a estar muertos. Por fortuna para ellos, algunos, pese al miedo, con valor, vuelven a hacerlo tras la renuncia, vuelven a alzar el cielo al firmamento que ya direon por un lienzo negro en busca de nuevas estrellas.

Por lo demás, un magnífico relato.

Abrazos.

Ardilla Roja dijo...

Menudo relato, Rosa. Qué miedo descubrir que la costilla crece y te ahoga.

Me ha encantado descubrir que a todos los críos nos gusta registrar a la espera de encontrar cualquier tesoro oculto. Yo los buscaba en el arca de mi abuela, a veces daba con ropas que ella guardaba para remiendos; pero a mi me parecían un lujo.

Como siempre, ha sido un placer pasar por aquí.

Neogeminis Mónica Frau dijo...

Nunca hubiera imaginado que una planta como esa (en mi niñez había varias en mi casa) hubiese dado pie para un relato como este!...
Excelente trama has logrado!
un abrazo!

Lupe dijo...

Hola Rosa.

He llegado hasta el final de este fascinante relato casi sin aire...

Un verdadero placer leerte, Rosa.

Te dejo un besote.

Maat

jose francsico dijo...

Muy bien construido el hilo del relato, o tal vez deba de considerarlo como cuento corto?, de cualquier manera y sea como sea, solo puedo manifestar que me gusta.

Mis respetos.

J.F.

casss dijo...

Esqueleto de Caballo, así le llamabamos por aquí y crecía así como el del cuento, quizá nunca percibí que terminaría por ahogarnos si mi madre no terminaba por sacarlo del jardín. Hoy después de leer tu excelente relato no dejaría de insistir en hacerlo....
(Cómo anda mi compatriota?? jajaj. Me gustaría saber si piensa venir por estos lugares de visita.)

Besotes y abrazotes.

dafne dijo...

Uaaaaaaaaaaa...genial este cuento,que mantiene la intriga y la expectación hasta el final.
Yo también tengo esa planta,la costilla de Adán en mi patio,de crecimiento lento,hace unos años un intenso frío la heló,pensé que estaba muerta definitivamente ,sin embargo la dejé en la enorme maceta en la que vive.
Retoñó.
Dos enormes hojas,tiene hoy,una por cada año.
Al leerte me acerqué con cuidado a verla....ya tiene preparada una tercera para desplegar... la tendré vigilada...por si acaso.

Besos