domingo, 13 de diciembre de 2015

Sin azahares





Don Manuel  nos ha citado a las ocho de la mañana, hoy 23 de diciembre de 1943, tan temprano…
Así se asegura la parroquia de que la novia pasará inadvertida, castigo  por la deshonra de ir preñada.
El reloj de la torre da las seis. Casi no he dormido.
Aparejo la mula  y guardo en el cerón la comida que nos servirá de agasajo en el día de la boda.
Los papeles del juzgado dónde rezamos ya como una  familia, van custodiados en el bolsillo de la chaqueta de los domingos.
Las botas con buen lustre, la bufanda atando el miedo al cuello  y la responsabilidad aplastándome el estómago. 
Templo los nervios con una copa de aguardiente.
Ha helado esta noche, la escarcha baja por los tejados y en las calles huele a canela y clavo porque en las casas de los ricos se hacen dulces para la Nochebuena.
Me acompaña mi hermana como testigo, suenan sus tacones en el silencio empedrado del pueblo, me cruzo con los jornaleros que van camino de la barca y les saludo sin hablar, sumido en mis cavilaciones.
Ella está sola a la puerta de la iglesia, sola, sin azahares,  esperando mi refugio y la bendición  para que no la señalen más con el dedo.
Los olivos van dejando atrás las últimas casas, se van apagando las luces y encendiendo el campo. 
Comienza nuestro viaje de novios.
El frío diciembre se nos cuela hasta los huesos, las veredas salpicadas de tomillo y romero, tienen blancos encajes que dejó la helada.
Somos ricos guardándonos el amanecer en las pupilas, cerrojo que evita que salgan las lágrimas por lo que dejamos atrás.
A las doce, el sol arriba y los cisqueros se limpian el sudor con sus pañuelos de yerba, arrancan la jara y las encinas para hacer candelas que más tarde se convertirán en carbón para los braseros.
Sin prisa, una vez pasado el cruce del encerrado, caminamos para estirar las piernas, a lo lejos se oyen los berridos de los toros de lidia disfrutando de su libertad hasta la primavera. 
Son negros zaínos. Las vacas cruzan el arroyo, sus  cencerros ponen música a nuestro mutismo.
Saco del cerón  una bota de vino y le ofrezco brindar por el acontecimiento de querernos.
Las cuatro de la tarde  en mi reloj de bolsillo, los aceituneros van recogiendo los aperos.
Venimos del valle del Guadalquivir y subimos hasta la Sierra Norte antes que se haga de noche.
Las diez. En la cocina de la fonda se guardan las sobras de la cena y se apaga el candil.
Aunque no tengamos  sábanas de seda, hilvanaremos los sueños en ésta primera noche del resto de nuestras vidas.


4 comentarios:

Neogeminis Mónica Frau dijo...

qué belleza este relato, Rosa. Me has hecho sentir tanto el frío del tiempo y paisaje como la tibieza de ese flamante amor que recién se bendice.
Un abrazo

Anónimo dijo...

La novia es menos protagonista que la propia descripción del narrador. Es una perspectiva muy interesante porque le da un valor maravilloso a un suceso que, en sí mismo, no es más que anecdótico. También me ha gustado ese final desdramatizado, sobre todo, porque el narrador es el propio novio, enamorado, que rasga la anécdota para convertirla, por arte de magia, en una historia de amor.

Un abrazo.

AdolfO ReltiH dijo...

GUAU!! TREMENDO RELATO!!!
ABRAZOS

censurasigloXXI dijo...

Pues seguro que su amor fue envidiado por muchos, tal vez más por la señorita rica del pueblo quien, harta de todo, moría cuando bailaban mirándose dulcemente a los ojos en las fiestas de agosto...

Beso, compi.